Pablo me envío este, su texto. A través de él puedo empezar a conocerlo...aunque todavía no lo haya visto en persona.
(La imagen es El Beso de Klimt)
"En cuanto a la observación de mí mismo. Me obligo a ella aunque sólo sea para llegar a un acuerdo, con este traje de carne que me prestó la vida para sentirme un individuo, con quien me veré forzado a convivir hasta el fin, pero una familiaridad de casi cincuenta años guarda todavía muchas posibilidades de error. Empleo mi inteligencia para ver de lejos y desde lo alto mi propia vida, que se convierte así en la vida de otro, así descubro que mi vida tiene contornos menos definidos que la más media de la demás gente. Como suele suceder, lo que no fui es quizá lo que más la define. Veo allí mi naturaleza formada por partes de instinto y partes de cultura. aquí y allá afloran los granitos de lo inevitable, por todos lados los desmoronamientos del azar y la ansiedad. En este desorden, percibo la presencia de una persona, pero su forma está casi siempre configurada por la presión de las circunstancias. No soy de los que afirman que sus acciones no se les parecen, al contrario, ellas son mi única medida, el único medio de grabarme en la memoria de los demás y aún en la mía propia. La imposibilidad de seguir expresándose y modificándose, por la acción en el tiempo, es lo que constituye la diferencia entre un muerto y un ser viviente.
Uno está hecho de tiempo, que le permite la acción, pero no sabemos a ciencia cierta de cuanto disponemos.
Al final, inexorablemente, nos aguarda la muerte, y es increíble la tenacidad con que nos aferramos a ese traje que nos prestó la vida para pasear nuestra individualidad por el planeta. Y no es que me asuste la muerte, eso creo comprenderlo desde hace mucho. Es que a la muerte la encarcelé en una jaula de ideas y razonamientos de absoluta precisión y ella, con la sumisión propia de los que tienen paciencia infinita, porque saben que al final siempre ganan, se queda allí mansamente aguardando su hora. Lo que verdaderamente me preocupa son los cinco minutos previos, cuando la química de la muerte deshaga los cerrojos de la prisión que le impuse y comience su inexorable trabajo mientras todas las células de mi cuerpo se aferran con dolorosa desesperación a eso que llamamos vida. Pero al menos me quedará el recurso de resignarme a mis gritos. Hace tiempo ya que no me interesa ni el principio ni el fin. Hace tiempo llegué a la conclusión que lo único importante que tenemos es el mientras tanto.
Y mientras tanto trato, en lo posible de diferenciarme de los demás. Siendo a la vez más sumiso y más libre de lo que ellos se atreven a ser. Casi todos desconocen por igual su justa libertad y su verdadera servidumbre. Maldicen sus ataduras, a veces se jactan de ellas. Por lo demás sus tiempo transcurre en vanas licencias, no saben forjar para si mismos el más ligero de los yugos. En cuanto a mí, busco más la libertad que el poder, y el poder sólo si favorece mi libertad. Me interesa encontrar una técnica, una bisagra donde nuestra voluntad se articule con el destino, donde la disciplina secunde a la naturaleza en vez de frenarla. Entiéndase bien: no se trata de la dura voluntad del tenaz, tampoco una negativa o una elección abstractas, que insultan las condiciones de nuestro mundo pleno, continuo, formado de objetos y cuerpos. Sueño con una aceptación más secreta, más íntima, más profunda o una voluntad más flexible. La vida debe ser para mí como un caballo a cuyos movimientos nos plegamos, pero sólo después de haberlo adiestrado. Como todo, absolutamente todo, es una decisión del espíritu, que entraña la adhesión del cuerpo, me esforzaré en alcanzar gradualmente ese estado de libertad - o sumisión - casi puro. Buscar primero la simple libertad de los momentos ociosos, de momentos libres, toda vida bien ordenada los debe tener, y quien no sepa crearlos, no sabe vivir. Hay que ir más allá y practicar una libertad alternativa: las emociones, las ideas, los trabajos, deberían ser interrumpidos a cada instante y luego reanudarlos y así con la certidumbre de poder ahuyentarlos o llamarlos a cada momento, les quito toda posibilidad de tiranía y a mí todo sentimiento de servidumbre.
Pero el mayor rigor lo aplico a la libertad de aceptación, la más ardua de todas. Asumir mi estado y mi condición de dependencia, la sujeción perderá lo que pueda tener de amargo o indigno, si acepto ver en ella un ejercicio útil. Elegir lo que tengo, exigiéndome tan sólo tenerlo totalmente y saborearlo lo mejor posible. Los trabajos más tediosos se cumplen sin esfuerzo a poco que me apasiono por ellos. Tan pronto un objeto me repugna, lo convierto en tema de estudio, forzándome a extraer hábilmente de él un motivo de alegría. Aún en la hora de mi peor desastre, y lo he tenido, he visto llegar el momento en que el agotamiento lo privaba de una parte de su horror, en que yo lo hacía mío al aceptarlo.
Y en esta forma, con una mezcla de reserva y audacia, de sometimiento y rebelión cuidadosamente concertados, de exigencia y concesiones, trato finalmente de aceptarme a mí mismo.
Al aceptarme, también debo aceptar que el amor es lo único que da a mi espíritu la infinita bendición para la subsistencia, y sólo él mantiene intacto el fuego de la vida, esa razón de existencia, esa fuente infinita de energía, ese calor capaz de derretir el hielo de la tristeza gris.
El juego misterioso que va del amor a una persona al amor al cuerpo de ella, me parece tan bello como para consagrarle una de las partes más importantes de mi vida. Las palabras engañan, puesto que la palabra amor (de pareja) lleva implícita la palabra placer, y esta, abarca realidades contradictorias, comporta a la vez las nociones de tibieza, dulzura, intimidad de los cuerpos y las de violencia, agonía y grito. Reconozco que la razón se confunde frente al prodigio del amor, frente a esa extraña obsesión por la cual nuestro vestido de carne, aquel que nos prestó la vida, puede llegar a inspirarnos un deseo tan apasionado, simplemente porque está animado por una individualidad diferente, la que nos inspira todos los movimientos sensuales y nos pone en presencia del otro, que nos implica en las exigencias y las servidumbres de la elección.
Y como ya dije antes, que toda decisión del espíritu entraña la adhesión del cuerpo y viceversa, cuando elegimos tenemos que estar dispuestos a entregarnos a ese estado de sumisión o libertad casi puro: al elegir nos sometemos a las servidumbres pero también exigiremos del otro todo aquello que alimente nuestra subsistencia, el fuego de la vida, esa fuente de energía, ese calor.
Ese estado de sumisión o libertad debe ser parejo y recíproco, como ya dijo alguien “nunca ví crecer un ciprés a la sombra de otro ciprés”, con esto quiero expresar que una pareja es una comunión de individualidades, las que se deben respetar para así lograr lo que yo llamo “un hombre entero”.
Un hombre entero lo forman una mujer y un hombre dispuestos a compartir sus estados de sumisión y libertad sin perder la individualidad, es una comunión de espíritus dispuestos a gozar de las exigencias y las servidumbres de la elección.
Todo esto se llega a lograr por ese prodigio que damos en llamar comunicación. Esa maravillosa creación del hombre, como especie, que es el lenguaje nos permite: darnos a conocer, transmitir nuestros pensamientos y pareceres, nuestras costumbres, nuestros caprichos, nuestros dolores, las insatisfacciones, nuestras realidades impuestas por el mientras tanto sometido a la presión de las circunstancias, nuestras libertades y nuestras servidumbres de la vida. La comunicación nos permite hacernos saber hasta donde nuestra individualidad está dispuesta a soportar, en cada mientras tanto, las exigencias y servidumbres de nuestra otra mitad, por nosotros elegida. Cuando y mientras esté presente, la comunión se transforma en un maravilloso concierto, donde no importa si algún instrumento desafina siempre que por lo menos la mitad de ellos concuerden en ese delicado equilibrio que es la comunión de instrumentos que hacen la armonía de la orquesta.
Pero entiéndase bien, cuando ese delicado equilibrio que implica esta comunión se rompe pasa a ser inmediatamente una competencia de individualidades, un capricho de cada mitad y en este punto veremos horrorizados la agonizante muerte del amor, el apagarse lenta pero inexorablemente ese fuego de vida, perder aquella razón de existencia, comenzaremos a sentir ese frío y áspero hielo de la tristeza gris, seremos nuevamente “la mitad”, viviremos el duelo que implica la muerte del amor. Pero como ya aprendimos que, el mientras tanto permite llegar el momento, en el cual el agotamiento la priva de una parte de su horror, en que la hacemos nuestra al aceptarla, y por la otra parte la convertimos en tema de estudio, tratando de extraer hábilmente de ella una razón que acreciente nuestra experiencia entonces, esta parte perderá lo que pudiera tener de amargo o indigno, si aceptamos hacer de ella un ejercicio útil que mejore nuestro mientras tanto".
Uno está hecho de tiempo, que le permite la acción, pero no sabemos a ciencia cierta de cuanto disponemos.
Al final, inexorablemente, nos aguarda la muerte, y es increíble la tenacidad con que nos aferramos a ese traje que nos prestó la vida para pasear nuestra individualidad por el planeta. Y no es que me asuste la muerte, eso creo comprenderlo desde hace mucho. Es que a la muerte la encarcelé en una jaula de ideas y razonamientos de absoluta precisión y ella, con la sumisión propia de los que tienen paciencia infinita, porque saben que al final siempre ganan, se queda allí mansamente aguardando su hora. Lo que verdaderamente me preocupa son los cinco minutos previos, cuando la química de la muerte deshaga los cerrojos de la prisión que le impuse y comience su inexorable trabajo mientras todas las células de mi cuerpo se aferran con dolorosa desesperación a eso que llamamos vida. Pero al menos me quedará el recurso de resignarme a mis gritos. Hace tiempo ya que no me interesa ni el principio ni el fin. Hace tiempo llegué a la conclusión que lo único importante que tenemos es el mientras tanto.
Y mientras tanto trato, en lo posible de diferenciarme de los demás. Siendo a la vez más sumiso y más libre de lo que ellos se atreven a ser. Casi todos desconocen por igual su justa libertad y su verdadera servidumbre. Maldicen sus ataduras, a veces se jactan de ellas. Por lo demás sus tiempo transcurre en vanas licencias, no saben forjar para si mismos el más ligero de los yugos. En cuanto a mí, busco más la libertad que el poder, y el poder sólo si favorece mi libertad. Me interesa encontrar una técnica, una bisagra donde nuestra voluntad se articule con el destino, donde la disciplina secunde a la naturaleza en vez de frenarla. Entiéndase bien: no se trata de la dura voluntad del tenaz, tampoco una negativa o una elección abstractas, que insultan las condiciones de nuestro mundo pleno, continuo, formado de objetos y cuerpos. Sueño con una aceptación más secreta, más íntima, más profunda o una voluntad más flexible. La vida debe ser para mí como un caballo a cuyos movimientos nos plegamos, pero sólo después de haberlo adiestrado. Como todo, absolutamente todo, es una decisión del espíritu, que entraña la adhesión del cuerpo, me esforzaré en alcanzar gradualmente ese estado de libertad - o sumisión - casi puro. Buscar primero la simple libertad de los momentos ociosos, de momentos libres, toda vida bien ordenada los debe tener, y quien no sepa crearlos, no sabe vivir. Hay que ir más allá y practicar una libertad alternativa: las emociones, las ideas, los trabajos, deberían ser interrumpidos a cada instante y luego reanudarlos y así con la certidumbre de poder ahuyentarlos o llamarlos a cada momento, les quito toda posibilidad de tiranía y a mí todo sentimiento de servidumbre.
Pero el mayor rigor lo aplico a la libertad de aceptación, la más ardua de todas. Asumir mi estado y mi condición de dependencia, la sujeción perderá lo que pueda tener de amargo o indigno, si acepto ver en ella un ejercicio útil. Elegir lo que tengo, exigiéndome tan sólo tenerlo totalmente y saborearlo lo mejor posible. Los trabajos más tediosos se cumplen sin esfuerzo a poco que me apasiono por ellos. Tan pronto un objeto me repugna, lo convierto en tema de estudio, forzándome a extraer hábilmente de él un motivo de alegría. Aún en la hora de mi peor desastre, y lo he tenido, he visto llegar el momento en que el agotamiento lo privaba de una parte de su horror, en que yo lo hacía mío al aceptarlo.
Y en esta forma, con una mezcla de reserva y audacia, de sometimiento y rebelión cuidadosamente concertados, de exigencia y concesiones, trato finalmente de aceptarme a mí mismo.
Al aceptarme, también debo aceptar que el amor es lo único que da a mi espíritu la infinita bendición para la subsistencia, y sólo él mantiene intacto el fuego de la vida, esa razón de existencia, esa fuente infinita de energía, ese calor capaz de derretir el hielo de la tristeza gris.
El juego misterioso que va del amor a una persona al amor al cuerpo de ella, me parece tan bello como para consagrarle una de las partes más importantes de mi vida. Las palabras engañan, puesto que la palabra amor (de pareja) lleva implícita la palabra placer, y esta, abarca realidades contradictorias, comporta a la vez las nociones de tibieza, dulzura, intimidad de los cuerpos y las de violencia, agonía y grito. Reconozco que la razón se confunde frente al prodigio del amor, frente a esa extraña obsesión por la cual nuestro vestido de carne, aquel que nos prestó la vida, puede llegar a inspirarnos un deseo tan apasionado, simplemente porque está animado por una individualidad diferente, la que nos inspira todos los movimientos sensuales y nos pone en presencia del otro, que nos implica en las exigencias y las servidumbres de la elección.
Y como ya dije antes, que toda decisión del espíritu entraña la adhesión del cuerpo y viceversa, cuando elegimos tenemos que estar dispuestos a entregarnos a ese estado de sumisión o libertad casi puro: al elegir nos sometemos a las servidumbres pero también exigiremos del otro todo aquello que alimente nuestra subsistencia, el fuego de la vida, esa fuente de energía, ese calor.
Ese estado de sumisión o libertad debe ser parejo y recíproco, como ya dijo alguien “nunca ví crecer un ciprés a la sombra de otro ciprés”, con esto quiero expresar que una pareja es una comunión de individualidades, las que se deben respetar para así lograr lo que yo llamo “un hombre entero”.
Un hombre entero lo forman una mujer y un hombre dispuestos a compartir sus estados de sumisión y libertad sin perder la individualidad, es una comunión de espíritus dispuestos a gozar de las exigencias y las servidumbres de la elección.
Todo esto se llega a lograr por ese prodigio que damos en llamar comunicación. Esa maravillosa creación del hombre, como especie, que es el lenguaje nos permite: darnos a conocer, transmitir nuestros pensamientos y pareceres, nuestras costumbres, nuestros caprichos, nuestros dolores, las insatisfacciones, nuestras realidades impuestas por el mientras tanto sometido a la presión de las circunstancias, nuestras libertades y nuestras servidumbres de la vida. La comunicación nos permite hacernos saber hasta donde nuestra individualidad está dispuesta a soportar, en cada mientras tanto, las exigencias y servidumbres de nuestra otra mitad, por nosotros elegida. Cuando y mientras esté presente, la comunión se transforma en un maravilloso concierto, donde no importa si algún instrumento desafina siempre que por lo menos la mitad de ellos concuerden en ese delicado equilibrio que es la comunión de instrumentos que hacen la armonía de la orquesta.
Pero entiéndase bien, cuando ese delicado equilibrio que implica esta comunión se rompe pasa a ser inmediatamente una competencia de individualidades, un capricho de cada mitad y en este punto veremos horrorizados la agonizante muerte del amor, el apagarse lenta pero inexorablemente ese fuego de vida, perder aquella razón de existencia, comenzaremos a sentir ese frío y áspero hielo de la tristeza gris, seremos nuevamente “la mitad”, viviremos el duelo que implica la muerte del amor. Pero como ya aprendimos que, el mientras tanto permite llegar el momento, en el cual el agotamiento la priva de una parte de su horror, en que la hacemos nuestra al aceptarla, y por la otra parte la convertimos en tema de estudio, tratando de extraer hábilmente de ella una razón que acreciente nuestra experiencia entonces, esta parte perderá lo que pudiera tener de amargo o indigno, si aceptamos hacer de ella un ejercicio útil que mejore nuestro mientras tanto".